La red neuroquímica que cobija a mi conciencia se resiste a caer. De hecho, ni siquiera implica mucho esfuerzo tal resistencia, pues ocurre de una manera muy natural. Sin embargo hay momentos —momentos que duran como mínimo 5 minutos, máximo... mucho...—, como en el caso del viaje en taxi, en los que verdaderamente detesto mi condición auditiva, debida al fino dispositivo de captación musical que rige a mi sentido del oido.
No sé si se deba a un programa gubernamental de apendejamiento social, un consenso entre los taxistas, vil democracia o una desafortunada coincidencia de criterios independientes por parte de los choferes/operadores de la cajita musical automotriz-colectiva... pero aquí, en el taxi, donde no hay escapatoria, siempre termino pidiendo a gritos un iPod o cualquier cosa que me permita llevar siempre conmigo mi música... la música. ¡Qué tragedia!
Pero, cualquiera que sea el caso, no puede ser síntoma de otra cosa sino un auténtico torbellino de aguas non-gratas en el cuál estamos inmersos. Y no conforme con esto, el pequeño torbello nos arrastra hacia el resumidero, ¿o debería decir
el infierno?
El infierno sería ese lugar donde uno de verdad siente que disfruta su estancia, disfruta de la mierda que embarra sus ropas, disfruta de los orines gaseosos que son bienvenidos en sus visceras, disfruta de las flatulencias que a cada momento y sin darse cuenta disparan contra sus tímpanos. Toda esta porquería le genera placer y por ello paga, gustoso. Si el infierno es
lo peor, entonces esto es el infierno. Yo lo conozco de cerca. Me niego a caer. Es real y asqueroso.
A pesar de todo, aún me faltan motivos para odiar verdaderamente a la sociedad.
Qué curioso.